De repente, está ahí, caminando en ese arco que lo llenó de gloria. Recorre el área que da al Riachuelo, mira a un lado, al otro. Recuerda. "Salí gritando el gol para allá, pero no sé por qué", dice y señala la platea donde está el palco presidencial, frente a los bancos de suplentes. La Bombonera está diferente a lo que fue aquella noche. Sin embargo, hay algo que no se altera, que sigue igual, que no se modifica. "Fue el gol de mi vida", dice Marcos Conigliaro, el hombre que 50 años después vuelve a esa cancha que nunca olvidará, que abrió las puertas del sueño, en la que Estudiantes le ganó 1-0 al Manchester con ese cabezazo que valió media Copa Intercontinental. O más.
Será por siempre la Bruja Verón el hombre que marcó el gol de la hazaña. Será por siempre Poletti el arquero de los nervios de acero. Será por siempre Togneri el que anuló a un tal Bobby Charlton, el mejor jugador inglés de todos los tiempos. Será por siempre Tato Medina el que alteró los nervios de George Best, el mejor jugador irlandés de la historia, ídolo eterno del United. Será por siempre Malbernat el gran capitán. Será por siempre Bilardo el líder espiritual de aquella gesta. Pero será por siempre Marcos Conigliaro, el hombre que le dio vida a la mayor epopeya del club.
Todavía hoy, a los 75 años, sigue siendo ese hombre sencillo que siempre fue. Laburador. Simple. Correcto. Educado. Fue, en su época, un delantero moderno. Principalmente, porque fue el primero en entender que la función de un atacante no se limitaba sólo a convertir goles. En aquel entonces, Marcos era el primer defensor. Corría a todos, tapaba las salidas, presionaba como un volante. Zubeldía le valoraba esa gran disciplina táctica. Y sus compañeros, ese enorme sacrificio. No fue un goleador nato, a pesar de que hizo goles importantísimos, como el de aquella primera final ante Manchester. Pero siempre generó espacios, siempre jugó para el equipo, siempre fue un soldado de la causa. Y hoy lo sigue siendo.
"El gol lo habíamos ensayado. Fue un centro de Ribaudo, Togneri cortinó como lo hizo allá en Inglaterra y yo entré libre a cabecear. En aquel momento, no era fácil hacerles un gol de cabeza a los ingleses. Y nosotros les hicimos dos, uno acá y otro allá", recuerda sentado en la platea de la Bombonera. "La cancha explotaba de gente de Estudiantes. Y los jugadores del Manchester lo sintieron. Yo vi que lo sintieron. Fue importante haber ido a jugar a la cancha de Boca ese primer partido", reconoce, tantos años después.
Esa caminata por la cancha lo lleva, indudablemente, al final del partido. A recordar cómo ese 1-0 tan determinante, tan decisivo para la serie, tan valioso para la historia, también fue de alguna manera subestimado por los ingleses: "Apenas el árbitro marcó el final, yo vi a Denis Law saltar como loco y abrazarse a los demás como si hubieran ganado. Enseguida nos preguntamos todos: '¿Qué es lo que festejan, si los que ganamos fuimos nosotros? ¿Acaso perdimos? ¿Empatamos? Ahí nos dimos cuenta de que no sabían a qué equipo se habían enfrentado".
Dicen que el tiempo pone las cosas en su lugar. Para Conigliaro, ese delantero que nació en Quilmes, que fue campeón con Independiente y que llegó al club desde Chacarita, aquel partido contra el Manchester marcó su vida. Y también la de Estudiantes. Porque sin ese gol, el 1-1 en Inglaterra no hubiera alcanzado. Sin ese gol, en todo caso, se hubiera dado un desempate (o vaya a saber qué). Sin ese gol, no había Copa del Mundo. Por eso, este 25 de septiembre, el "Aro, Aro, Aro, gol de Conigliaro", que cantaba la gente, se escucha más fuerte que nunca. En definitiva, su nombre quedará grabado a fuego en la historia por aquel cabezazo que marcó el comienzo de la leyenda y que terminó por convertir a los leones de Zubeldía en los héroes de Old Trafford.